Los acuerdos ejecutivos -es decir, los acuerdos internacionales celebrados entre jefes de Estado o sus representantes, normalmente sin necesidad de aprobación parlamentaria- no están autorizados explícitamente en ninguna parte de la Constitución. La Constitución no dice nada sobre la celebración de acuerdos internacionales, salvo que confiere al Presidente, en cooperación con el Senado, la facultad de celebrar y suscribir tratados. Sin embargo, desde hace tiempo se ha establecido el principio de que la capacidad de Estados Unidos para negociar y celebrar acuerdos internacionales no se agota en la facultad de celebrar tratados. Este principio ha sido reconocido repetidamente en la conducción real de los asuntos exteriores de Estados Unidos desde los primeros días de la República. Desde mediados del siglo XIX, pero especialmente desde la Segunda Guerra Mundial, el uso de acuerdos ejecutivos en la práctica de los Estados Unidos ha superado el uso de los tratados por un margen cada vez más amplio.
La expresión «acuerdo ejecutivo», que no se utiliza ampliamente fuera de los Estados Unidos pero que tiene sus equivalentes en el extranjero, es entendida por el Departamento de Estado para referirse, en general, a cualquier acuerdo internacional puesto en vigor en relación con los Estados Unidos sin el consejo y el consentimiento del Senado que se requiere constitucionalmente para los tratados. En particular, se entiende que se refiere a tres tipos de acuerdos: los celebrados en virtud de un tratado existente o de conformidad con él; los celebrados con sujeción a la aprobación o aplicación del Congreso («acuerdos entre el Congreso y el Ejecutivo»); y los celebrados en virtud de los poderes constitucionales del Presidente y de conformidad con ellos («acuerdos exclusivamente ejecutivos»). Ninguno de estos acuerdos ejecutivos está sujeto al proceso formal de elaboración de tratados especificado en el artículo II, sección 2, cláusula 2, de la Constitución.
Un acuerdo ejecutivo basado en un tratado, siempre que esté dentro de la intención, el alcance y la materia del tratado matriz, tiene la misma validez y efecto que el propio tratado y está sujeto a las mismas limitaciones constitucionales. Al derivar de uno de los elementos de «la ley suprema del país», tiene prioridad sobre todas las leyes estatales incompatibles y sigue la norma habitual que favorece al instrumento posterior en caso de incompatibilidad con una ley federal. Un ejemplo conspicuo de acuerdo ejecutivo basado en un tratado es el tradicional compromis que define los términos de la sumisión a la adjudicación o al arbitraje en virtud de un convenio básico. Otro ejemplo se encuentra en los cientos de acuerdos sobre el estatus de las fuerzas y otros acuerdos necesarios para llevar a cabo el Tratado del Atlántico Norte, el eje de la política de los Estados Unidos en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Un acuerdo entre el Congreso y el ejecutivo se basa en una ley anterior o posterior del Congreso que autoriza la realización del acuerdo o que proporciona autoridad general para la acción ejecutiva necesaria a nivel internacional para aplicar la legislación en cuestión. El alcance o el objeto del acuerdo es el mismo si el acto del Congreso es anterior o posterior a la negociación del acuerdo; el acto del Congreso suele adoptar la forma de una autorización para celebrar o hacer efectivo un acuerdo ya negociado. En principio, sin embargo, el acuerdo debe estar dentro de las competencias conjuntas del Congreso y del Presidente para tener validez constitucional. Un acuerdo ajeno a la competencia legal del Congreso o del Presidente, coinciden generalmente las autoridades, sería inconstitucional. Por otra parte, como ha comentado el American Law Institute, «la fuente de autoridad para realizar un acuerdo entre el Congreso y el Ejecutivo puede ser más amplia incluso que la suma de los poderes respectivos del Congreso y del Presidente», y «en asuntos internacionales, el Presidente y el Congreso tienen conjuntamente todos los poderes de los Estados Unidos inherentes a su soberanía y su condición de nación y, por tanto, pueden realizar cualquier acuerdo internacional sobre cualquier tema». En cualquier caso, en parte por la preocupación de controlar y equilibrar al Presidente en la conducción de los asuntos exteriores, la gran mayoría de los acuerdos ejecutivos celebrados por Estados Unidos -por ejemplo, los Acuerdos de Préstamo y Arriendo de la Segunda Guerra Mundial y las Leyes de Expansión Comercial de 1934 y 1962- son de este tipo. Al igual que su homólogo basado en un tratado, derivado de uno de los elementos de «la ley suprema del país», el acuerdo entre el Congreso y el Ejecutivo sustituye a toda ley estatal incompatible y sigue la norma habitual que favorece al instrumento posterior en caso de incompatibilidad con una ley federal.
Los acuerdos ejecutivos exclusivos son acuerdos internacionales celebrados por el Presidente sin referencia a un tratado o a una autoridad estatutaria, es decir, exclusivamente sobre la base de los poderes constitucionales del Presidente como jefe del ejecutivo y comandante en jefe, responsable de las relaciones exteriores y los asuntos militares de Estados Unidos. Los registros del Departamento de Estado indican que sólo un pequeño porcentaje de los acuerdos ejecutivos son de este tipo y que la gran mayoría han tratado de asuntos diplomáticos y militares esencialmente rutinarios. En consecuencia, con una excepción relativamente menor (como los acuerdos que resuelven reclamaciones pecuniarias y por daños personales de ciudadanos contra gobiernos extranjeros), han tenido poca repercusión directa en los intereses privados y, por tanto, han dado lugar a pocos litigios nacionales. Sin embargo, en parte por el temor de que el Presidente pueda emprender mediante un acuerdo internacional lo que sería inconstitucional por ley, como de hecho ocurrió en el caso Missouri v. Holland (1920), dichos acuerdos no han estado exentos de controversia. Dos cuestiones en particular siguen destacando.
En primer lugar está la cuestión, aún no resuelta de forma concluyente, de si el Congreso puede legislar para prohibir o limitar de otro modo los acuerdos ejecutivos únicos. Aunque hasta ahora no se han adoptado limitaciones exhaustivas a este tipo de acuerdos, incluida la propuesta de enmienda Bricker de 1953-1954, el Congreso ha restringido ocasionalmente la autoridad presidencial de forma que parece excluir algunos acuerdos ejecutivos. Por ejemplo, la Resolución de Poderes de Guerra de 1973, que requiere la autorización del Congreso para introducir tropas de combate en situaciones hostiles, podría restringir al Presidente de hacer acuerdos que comprometan a las fuerzas armadas de Estados Unidos en guerras extranjeras no declaradas. Del mismo modo, la Ley de Control de Armas y Desarme de 1961 prohíbe la limitación o reducción de los armamentos «salvo en virtud de la facultad de celebrar tratados… o a menos que lo autorice una nueva ley del Congreso de los Estados Unidos». La validez de estas restricciones a la autoridad presidencial ha sido impugnada por los presidentes y aún no ha sido determinada por el Tribunal Supremo.
En segundo lugar, aunque está ampliamente aceptado que el Presidente, en virtud de la cláusula del «poder ejecutivo», tiene la autoridad para celebrar acuerdos ejecutivos únicos que no sean incompatibles con la legislación en áreas en las que el Congreso tiene la responsabilidad principal, existe la duda de si el Presidente por sí solo puede hacer un acuerdo incompatible con una ley del Congreso o, alternativamente, si un acuerdo ejecutivo único puede sustituir a la legislación anterior incompatible del Congreso. La opinión predominante, arraigada en la creencia de que sería inconcebible que un acto de una sola persona -el Presidente- derogara una ley del Congreso, es que los acuerdos del Ejecutivo único son inoperantes como ley en los Estados Unidos en la medida en que entren en conflicto con una ley anterior del Congreso en un área de competencia de éste. Esta es la posición adoptada por un tribunal federal de apelación en United States v. Guy W. Capps, Inc. (4º Circuito, 1953) y por el American Law Institute. Sin embargo, el Tribunal Supremo aún no se ha pronunciado de forma definitiva a este respecto.
Aparte de las dos cuestiones anteriores, existe un amplio acuerdo sobre el alcance y el efecto de los acuerdos ejecutivos exclusivos como cuestión de derecho constitucional. Al igual que los otros dos tipos de acuerdos ejecutivos, están sujetos a las mismas limitaciones aplicables a los tratados, no están limitados por la décima enmienda y sustituyen a todas las leyes estatales incompatibles.
En resumen, las tres categorías de acuerdos ejecutivos denotan una tendencia histórica hacia un fuerte liderazgo del ejecutivo en los asuntos exteriores. Sólo hay que añadir tres puntos finales. En primer lugar, la decisión de recurrir a estos acuerdos en lugar de la alternativa del tratado es esencialmente política, y se ve afectada más por las circunstancias del entorno que por teorías jurídicas abstractas. En segundo lugar, una vez en vigor, los acuerdos ejecutivos son presuntamente vinculantes para los Estados Unidos y las demás partes en ellos en virtud del derecho internacional, en la misma medida y de la misma manera que los tratados. En tercer lugar, las obligaciones internacionales asumidas en virtud de dichos acuerdos sobreviven a todas las limitaciones o restricciones posteriores en el derecho interno.
Burns H. Weston
(1986)
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