En la transición de una «clase en sí» (una categoría de personas que tienen una relación común con los medios de producción) a una «clase para sí» (un estrato organizado en la búsqueda activa de sus propios intereses) el énfasis en el análisis marxista ha sido el desarrollo de la conciencia de clase revolucionaria entre los trabajadores. Por regla general, la constitución de esta clase por sí misma implica un conjunto de variables ambientales (concentración en fábricas, comunicación, mecanización), un modo de vida distintivo y actividades culturales distintivas, todo lo cual hace que la clase obrera entre en conflicto con otras clases como «clase contra el capital». Sin embargo, sólo cuando estas características objetivas generan una conciencia de intereses comunes enraizados en el proceso de producción y conducen a la acción práctica a través de la representación política, es posible hablar de conciencia de clase en el sentido marxiano. Marx identificó varias veces las conexiones entre estos dos estadios analíticamente distintos, pero la fácil bipolaridad de proletariado versus burguesía que se encuentra en El Manifiesto del Partido Comunista (1848) se sustituye a menudo en sus otros escritos por una compleja interrelación entre ideología, cultura y representaciones políticas (como se encuentra, por ejemplo, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, 1852). Aquí, las «fracciones de clase» ligadas a formas de propiedad particulares están comprometidas en una miríada de contiendas políticas, utilizando un universo simbólico variado y discursos en competencia, todo ello bajo los auspicios de un Estado multifacético.
Por muchas que sean las pistas sobre la contingencia histórica de la conciencia de clase que uno puede encontrar en Marx, su énfasis sigue estando en la inevitabilidad de que se persigan intereses reales, incluso si a veces los medios vienen accidentalmente a la mano -como con la Comuna de París. También en este caso, Marx vio sólo un «prejuicio ilusorio», más que un interés real, que separaba al campesino del proletario, y predijo que los productores rurales, como fracción de clase, habían entrado en su período de decadencia. Esta compleja interacción entre la aparente ineluctabilidad de la clase y su problemática articulación se recoge en el ahora famoso aforismo de E. P. Thompson de que «si la experiencia aparece como determinada, la conciencia de clase no lo hace».
La mayoría de las concepciones de la conciencia de clase proletaria describen su desarrollo como una explosión de la conciencia de las masas, que culmina en una especie de equivalente de los últimos tiempos al asalto del Palacio de Invierno. Sin embargo, en un interesante intento de introducir la teoría de la elección racional en el análisis marxista, John Elster («Marxism, Functionalism and Game theory», Theory and Society, 1982) ha argumentado que una clase con conciencia de clase es aquella que ha resuelto el problema del free-rider. Es decir, la conciencia de clase es la capacidad de las organizaciones de clase para perseguir objetivos de clase controlando las luchas seccionales, y es por tanto un atributo de las organizaciones más que de los individuos: es la capacidad de una clase para comportarse como un actor colectivo. Desde este punto de vista, lo que está en juego es la capacidad de las organizaciones de clase (como los sindicatos) para movilizar a sus miembros en torno a iniciativas organizadas de forma centralizada en nombre de la clase y no de intereses particulares; y, una vez movilizados, para mantener a raya a los grupos que se desentienden o persiguen ganancias seccionales a expensas del colectivo. Por lo tanto, casi paradójicamente, la conciencia de clase implica la ausencia de militancia industrial y de acción de masas espontánea, ya que los objetivos de clase son perseguidos por una organización laboral altamente centralizada.